El aire estaba tan caliente que resultaba casi imposible de respirar. El sol, en su apogeo, caía inmisericorde. Yo, agotado tras una larga caminata, no podía dar ni un paso más.
A lo lejos, divisé un enorme árbol que destacaba, solitario, en mitad de la llanura. Reuniendo las escasas fuerzas que me quedaban, me dirigí hacia él, buscando el refugio de su sombra. Cuando, por fin pude llegar a su amparo, me acosté bajo su penumbra.
Soñé que era una dichosa criatura acuática que nadaba en el seno de unas aguas refrescantes. Mi felicidad duró a penas un instante, pues una mano gigantesca me atrapó y me sacó del líquido elemento.
Recuerdo que me resistí con toda mi voluntad, pero regresé al caluroso y árido mundo de antes. Me vi tumbado sobre el suelo, sucio de tierra de pies a cabeza. Arrodillado junto a mí, un anciano rociaba mi cara con agua.
-¿Qué ha pasado?- le pregunté, desorientado.
-Le ruego que me perdone. He descuidado al diablárbol y tenía hambre, aunque, por suerte, he podido desenterrarle a tiempo. He dejado un cordero en su lugar. Durante un tiempo los caminantes no tendrán de que preocuparse.
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