Himalaya, un sueño roto en mil pedazos

De niño soñaba con ir a la Cordillera del Himalaya.

Mi imaginación ha volado tantas veces sobre los ochomiles…, el techo del mundo, bien lejos de la marabunta de las ciudades. En ese mítico lugar he seguido las huellas del yeti, o como decimos los hispanohablantes, «El Abominable Hombre de las Nieves», un escurridizo homínido, quizá el eslabón perdido entre la humanidad y los simios.

También he llamado a la puerta de escondidos monasterios, donde viven sabios monjes que conocen los secretos del tiempo, el lenguaje del viento y de la lluvia, maestros de aquellas artes marciales que te hacen invencible frente a los malvados.

Pasó el tiempo y tropecé con el muro de la realidad. Qué triste es abrir los ojos y ver mis sueños convertidos en humo: El yeti es el protagonista de miles y miles de absurdos articulos, videos y programas de televisión, vendidos como verdades por esa inmensa horda de analfabestias, que confunden a las audiencias con toda clase de delirios pseudocientíficos, como afirmar que la tierra es plana, que las vacunas son malas o que las pirámides las construyeron los extraterrestres.

Con las religiones me ocurre lo mismo. Cuanta falsedad ocultan, detras de sus rezos, liturgias y rituales repetitivos. La sabiduría no consiste en mantener creencias ilógicas, manipuladas a lo largo de la historia, al servicio del poder de turno.

Mis idealizados monjes budistas afirman que si somos malas personas nos reencarnaremos en animales (como si eso fuera una desgracia) y que la felicidad consiste en no desear nada, resultando, por ejemplo, que mi cenicero, a mi pesar, es más feliz que yo.

Descartados los sueños primeros, me quedó el deseo de visitar esos maravillosos paisajes de las alturas, donde lo natural triunfa en su explendor, bien lejos de las masificadas y sucias urbes.

Esa inmensa cordillera que parte en Asia en dos, con bosques tan densos como inexplorados, cuna de especies únicas, tanto animales como vegetales, promete ser el paraíso del naturalista. Pero tampoco es así. La triste moda de los retos deportivos no deja lugar, por remoto que sea, sin profanar. En la fografía vemos al leopardo de las nieves, Panthera uncia, un bello exponente de tan exótica fauna, cada vez más escaso.

No deberíamos confundir la Naturaleza con una pista de entrenamiento y desafíos extremos. Hace años, el alpinismo era cuestión de minorías. Conocí a los que se sentían ofendidos si a esta actividad se le llamaba deporte, para ellos era mucho más, un arte, incluso una religión. Pero todo cambia y se transforma. Hoy se ha convertido en un entretenimiento bastante común. Veo que ya no es preciso amar las montañas ni reparar en las heridas que le infrigimos ni en los residuos que dejamos, sin conciencia alguna. Somos los legítimos herederos del tristemente famoso «caballo de Atila«, aquel que por donde pasaba no crecía la hierba.

El que tenga presupuesto para adquirir un costoso equipo, acudir a sudados gimnasios con rocódromos, viajar en explendidos todoterrenos y volar miles de kilómetros, se considera un experto alpinista y montañero. Luego, pasa lo que pasa, que tenemos que estar continuamente recurriendo a helicópteros y brigadas de especialistas para rescatar a los imprudentes urbanitas, operaciones costosas y no exentas de peligro. Por contra, también hay ciudadanos concienciados, que de forma voluntaria y altruista, emplean su tiempo libre en librar las montañas de basuras y restos de material, como clavos, cuerdas, mosquetones y demás parafernalia.

Si el asunto en España es lamentable, en la Cordillera del Himalaya es un escándalo. Hablamos de miles de personas subiendo a la vez por las laderas del Everest o el Annapurna, abandonando toneladas de residuos de toda índole.

Las imágenes de esta invasión son terroríficas, como un sueño roto en mil pedazos.


La humanidad se encuentra en una encrucijada. Ya no es posible la neutralidad, hay dos bandos en conflicto:

Unos, actúan como si los recursos fueran infinitos, el calentamiento global una superchería, la contaminación una bagatela y la pérdida de biodiversidad, una estupidez. La Naturaleza debe estar a su servicio y se sienten los reyes de la creación.

Los otros, no tienen el poder económico, ni político, tampoco controlan los medios de contaminación. Afirman que son parte de la Naturaleza y que de su salud depende la suya. Tienen razón y la Ciencia está con ellos. Pero temo que eso no sea suficiente.

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