El sol se refleja en las hojas caídas de los árboles, marrones y estrelladas. La lluvia ha cesado hace unos instantes y las nubes se han marchado hacia el noroeste. Falta media hora para mi cita y he optado por sentarme en un parque urbano a matar el tiempo. Las hojas provienen de unos gigantescos platanus, cuyos mosaicos troncos adquieren, tras la lluvia, un espectacular arcoiris de verdes.
El parque rezuma humedad y los árboles aún conservan la mitad de sus hojas. Los frutos han madurado, se ven muchos por el suelo. Son globulares y de superficie pinchosa, con resistentes pedúnculos que los une entre sí y a las ramas. Con el tiempo, el globo desarmará y dispersará las semillas.
El césped ha recuperado su vitalidad tras el seco verano y brilla con tonalidades esmeraldas que contrasta con los marrones de la hojarasca. Los céspedes pertenecen a la familia botánica gramíneas, igual que el trigo o la cebada. Sus flores, agrupadas en espigas, son poco llamativas.
Entre las hojas de hierba, a veces, se ven varias pequeñas setas, de elegantes y finos pies, culminados por sombreros semiesféricos. Pueden pertenecer al género micena. Atención: Es mejor dejarlas estar, son venenosas.
La parte más grande del hongo nunca emerge a la superficie. Es el micelio, un conjunto enrevesado de filamentos blancuzcos, ramificados hasta el infinito. Estos hilillos descomponen la materia orgánica del suelo para alimentarse. Su dieta incluye las hojas y ramas secas del suelo. A veces, como podemos apreciar en la fotografía, se asocian estrechamente con las raíces de las plantas e intercambian sustancias.
Sobre el suelo, las rocas o los troncos de los árboles crecen los vegetales más primitivos. Si ves manchas verdes, te has encontrado con algas. Son el primer escalón de la cadena alimenticia; como cualquier ser fotosintético, a partir de agua, minerales, dióxido de carbono y luz, generan biomasa y oxígeno.
En la tierra, si no hubiera algas, tampoco habría animales.
En la fotografía, Nostoc, un alga verde-azul, una de las formas de vida más antigua sobre el planeta.
También puedes visualizar un atercipelado tapiz verde, formado por unas pequeñas estructuras que recuerdan a plantas en miniatura. Entonces, te habrás tropezado con un musgo. La lluvia les lava la cara y los saca de su letargo. Absorviendola se ponen turgentes y brillantes. Es el milagro del agua. En la imagen, la especie de musgo pleurochaete squarrosa.
Puede ocurrir que descubras unas curiosas costras compartiendo superficies con algas terrestres y musgos. Quizá sean amarillas, blancas o anaranjadas. Se tratará de un líquen. Una curiosa simbiosis entre el Reino Hongo y el Reino Vegetal, en este caso las algas. Es difícil admitir que esas extrañas formaciones sean organismos vivientes. En la fotografía un líquen del género Lepraria.
Si antes hemos hablado de la asociación entre las hifas del hongo con las raíces, esta relación es aún más íntima, ambos elementos pierden su individualidad y funcionan como una única entidad. El alga proporciona, mediante la fotosíntesis, productos orgánicos, el hongo aporta los elementos estructurales, protegiéndola de la intemperie y absorbiendo agua.
El suelo está húmedo y la temperatura es suave. Las bacterias están muy activas. El particular olor que conocemos como tierra mojada es una de sus emanaciones metabólicas. Culminan la tarea de los hongos, transformando lo orgánico en mineral, abonando entonces la fotosíntesis del Mundo Vegetal.
Si no hubiera bacterias no habría vegetales.
En la imagen, escherichia coli.
Si seguimos en el mundo microscópico, no podemos olvidar a los virus. A caballo entre lo vivo y lo inerte. Un pendrive de ácido nucleicos envuelto en proteína. Incapaz de hacer nada por si mismo sino lo insertas en una celula. Una vez dentro, su información gobernará el organismo invadido y fabricará copias de si mismo para infectar otras células. Nadie conoce su origen, finalidad o el lugar evolutivo que ocupa. En la fotografía, uno de los virus de la gripe.
Cuando transcurrió la media hora no tuve ganas de dejar el parque otoñal. No me apetecía abandonar esa isla y surcar el océano tempestuoso de coches, humos y prisas. Llamé a la persona que me esperaba, le dije que había pillado un virus y que suspendiamos el encuentro. Permanecí allí hasta que se hizo de noche. En cierto modo, descubrí la utilidad de los virus.