Un indio mexica de cabello canoso machaca negras y brillantes semillas de Hierba del Diablo en un mortero de piedra. Durante el proceso, que realiza sentado en una estera desgastada, canturrea entre dientes una monótona canción tolteca en lengua náhuatl.
Cuando da por finalizada la tarea, disuelve el oscuro polvo resultante en un recipiente de barro con agua de lluvia que ha calentado en una olla de cobre y lo endulza con azúcar de caña. Bebe la mezcla con sorbos lentos.
Después, se desprende de sus andrajosas ropas y sale al exterior de la casa de barro y madera donde habita. El sol está saliendo entre las cimas redondeadas de dos cerros lejanos, iluminando un árido paisaje desértico.
El indio fijó su vista en el disco solar. A principio, la luz le deslumbra, pero, poco a poco, la sensación fue desapareciendo. Puede percibir los objetos que se encontraban a ambos lados de él sin necesidad de girar la cabeza o el cuerpo. Sus ojos se han desplazado del lugar habitual y ocupan los flancos del rostro.
A continuación, sus extremidades experimentaron un extraño cosquilleo, que no tardó en convertirse en un dolor tan insoportable que le hizo perder el sentido y caer desplomado sobre el polvoriento suelo.
Cuando despertó se encontraba en el aire, volando en dirección a los cerros donde nace el sol. La choza estaba bien abajo, apenas más grande que un grano de café. Lucía un nuevo cuerpo cubierto de plumas oscuras, sus brazos se habían transformado en alas y sus pies en garras.
Escuchó una explosión, sintió que su vientre se desgarraba y cayó desde las alturas.
Abajo, un hombre blanco de ancho sombrero, con una humeante arma en las manos, sonríe con malicia y dice en voz alta:
-Otro pinche brujo menos.
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