Julio César ordenó que le dejaran a solas con el prisionero, un anciano envuelto en cadenas. La conversación trancurre durante la Guerra de las Galias, en las estancias del general romano. Cesar, con voz profunda e inquisitiva, se dirigió al encadenado que estaba de rodillas frente a él:
«Sé quiénes sois los druidas y conozco vuestro poder. Engañáis a mis soldados para que persigan a los galos hasta el interior de los bosques y son pocos los que se libran de vuestras trampas. Los osos y lobos hieren a mi gente. Los insectos les ocasionan terribles picaduras. Las malezas atrapan sus piernas y los dejan a merced de las espadas enemigas.
Pero el oro y el látigo de Roma también son poderosos. Supe que vosotros, los sacerdotes galos, sois pastores de árboles y fieras.
La magia que utilizáis proviene de un arbusto que crece sobre los árboles, la Rama Dorada, que decís vosotros, o muérdago como le llaman mis médicos… Una planta con muchos poderes, entre ellos el de prolongar la vida cientos de años.
Te cambio tu vida por ese secreto.»
El viejo druida aceptó el trato. Pidió que le condujeran donde crece la Rama Dorada y las otras hierbas necesarias, y que cuando volviera, tuviera en su prisión un fuego y los útiles necesarios para elaborar una poción. César proporcionó veloces caballos al sabio y sus guardianes y ordenó a los intendentes que consiguieran todo lo que pedía.
El ambicioso consul sueña hace tiempo con convertir la República en Imperio y asumir el mando, pero sabe que la vida es demasiado corta para un hombre que desea ser adorado como un dios.
Transcurrida una semana del encierro del druida en su celda-laboratorio, cuando el legionario que ejercia de carcelero acudió, como todos los días, a llevar comida y agua al preso, constató éste había huido. En su lugar había una enorme águila que escapó volando por la puerta de la celda, ante la sorpresa del soldado.
El sorprendido carcelero informó a sus superiores del extraño suceso, pero estos no lo creyeron. Lo apresaron y condujerón a presencia del propio Julio para que lo juzgara y dictara sentencia. El consul romano tras escuchar al acusado, dijo:
-«Soltad a este hombre. Dice la verdad».
Los oficiales, muy contrariados, liberaron al asustado carcelero, al que César pidió que le guiará a la celda donde se alojaba el fugitivo.
Una vez allí, inspeccionó minuciosamente la estancia. Sobre una mesa había un cuenco de oro, aún caliente, pero vacìo. Aún quedaban brotes de muérdago y varias sustancias en frascos de barro y de vidrio. En el suelo, junto a un fogón humeante, se veían la túnica y las sandalias del druida.
Los médicos de César recibieron el encargo de intentar replicar la mágica bebida, pero desconocían la proporción de cada ingrediente y los procesos necesarios. Fue preciso probar las diferentes versiones para determinar sus efectos.
Los resultados fueron extravagantes y confusos: Los consumidores experimentaban extrañas alucinaciones, desorientación, relajación muscular y ceguera diurna. Tres de ellos enloquecieron sin remedio, incapaces de desalojar las bizarras visiones de su mente y distinguir lo real de lo imaginario. Un cuarto murió con todos los huesos rotos cuando pretendió alzarse en vuelo, arrojándose al vacio desde un acantilado.
Los que finalmente sanaron se declararon en rebeldía y se negaron a continuar la tarea encomendada. El cónsul, frustrado, decidió suspender los experimentos antes de quedarse sin médicos en mitad de una campaña bélica.
El Águila de los druidas escapó del Águila de Roma, pero los ejércitos galos perdieron la guerra y cedieron el gobierno de sus tierras al naciente imperio, rindiendose ante el general que aspiraba ser un dios y entregando sus armas y vidas.
Julio César desfiló triunfal por la Ciudad de Roma, acompañado de sus legiones y los caudillos galos vencidos, sin embargo, su corona era de laurel y no de muérdago, como la de los Reyes Galos. El esclavo que la sostenía sobre su cabeza repetía, incansable, la frase que acompaña siempre a los laureados:
-«Recuerda que eres mortal«, «Recuerda que eres mortal», «Recuerda que eres mortal»…
Los druidas supervivientes de la guerra y la persecución emigraron, y tras un azaroso viaje hacia el Este, se instalaron en los bosques de un lejano reino, donde las montañas llegan hasta el cielo. Desde entonces, nada se sabe de ellos ni de los secretos que guardaban.