En el centro de Australia, en medio del árido desierto, se alza inmenso monolito de arenisca roja de 348 metros de altura y 9 kilómetros de perímetro. La Naturaleza esculpió este monumento hace 600 millones de años y los colonizadores anglosajones que se adueñaron del continente sureño lo bautizaron como Ayers Rock.
Los legítimos propietarios, la comunidad aborigen de los Anaugu, consideran que la roca fue erigida por sus antepasados y que es sagrada. En sus laderas hay cuevas donde se adoran a los dioses y pinturas religiosas de miles de años de antigüedad. Ellos la conocen con otro nombre, la montaña Uluru.
Esta curiosa elevación desde hace 90 años ha sido tratada como una atracción para turistas, que, en forma de avalancha humana la han pisoteado, llenado de basuras y excrementos. Una de las actividades favoritas de los visitantes era la escalada. Además de castigar la frágil arenisca con toda clase de agujones de metal y cuerdas abandonadas, la poca pericia de los estos domingueros arroja un balance de 36 muertos y 74 heridos e innumerables operaciones de rescate.
Pero en el año 1985 todo cambió, la comunidad Anaugu logró que se le devolvieran sus tierras. De los iniciales habitantes apenas quedaban unos pocos miles. La roca fue declarada Patrimonio de la Humanidad y las zonas colindantes Parque Nacional. Los aborígenes se quedaron al mando de la explotación turística, pero no lograron que las autoridades prohibieran la escalada de su montaña sagrada. Tras 32 años de activismo político, sorteando amenazas e inconfesables intereses económicos, han conseguido que se suspendan definitivamente las actividades de los lesivos escaladores. Los Anaugu apuestan por la explotación turística sostenible, siendo un ejemplo a seguir por el resto del mundo. Han restituido los antiguos cultos en las cuevas y eliminado los artefactos humanos que herían y profanaban su sagrado monolito.
En nuestro país la gestión ambiental deja mucho que desear. Nuestras montañas siguen siendo invadidas por la plaga de los vigorésicos que usan modelitos de las tiendas especializadas y que en su torpeza tienen continuamente en alerta a los equipos de rescate y a sus helicópteros. Creo que deberíamos, nosotros los civilizados, aprender la gran lección que nos dado los aborígenes australianos