Tauromaquias

Son las cinco en punto de la tarde. Miles de cigarras cantan al unísono canciones distintas saturando el ardiente aire de la Dehesa. Camuflado en el follaje de un alcornoque un polluelo de águila imperial duerme la siesta en el invisible nido, justo debajo de él, un toro bravo, tumbado sobre un costado, pero con la cabeza erguida, rumia tranquilamente. Es un ejemplar magnífico, de más de media tonelada de peso, de color negro azabache y una perfecta cornamenta.A cuatrocientos kilómetros de distancia un hermano suyo, tras viajar esa distancia en un estrecho cajón a lomos de un camión y una breve estancia en un sucio corral, sale al ruedo, donde es recibido con el bramido de miles gargantas humanas y una estridente música de pitos y tambores. El púbico está sediento de sangre y el matador de gloria. El toro lleva ya un hierro clavado con una guirnalda de colores y sale furioso del burladero.

Dos mil años antes, en el circo romano construido donde hoy está la plaza, un gladiador salta a la arena. Los asistentes al espectáculo lo reciben con una ovación atronadora. Minutos después, el adversario hace lo mismo y es recibido de idéntico modo. El emperador sabe lo que el pueblo necesita y se lo da a raudales, mientras tanto nadie se hará preguntas de como llegó a tan alto poder. La muerte de uno o de ambos es una deliciosa droga con fines políticos.

En una finca andaluza un guarda acompaña a un adinerado banquero a un puesto donde le podrá disparar casi a bocajarro al ciervo por el que ha pagado, un macho de generosa cuerna y porte elegante. El que dispara no pretende comérselo o defenderse de un enemigo. Dispara por placer y vanidad. Un trofeo más para el caserón del que presume.

Unos esquimales de Groenlandia persiguen una ballena gris en sus lanchas fueraborda entre flotantes bloques de hielo, pero un buque japonés la arponea con fines científicos y los deja en la indigencia durante un largo invierno.

En ciertos municipios españoles es tradición arrojar cabras desde el campanario, descabezar gansos, incendiarle los cuernos a un toro, tirarlo al mar o asetearlo a lanzazos. A muchos, esto le parece tan divertido que están dispuestos a abrirle la cabeza a los animalistas por pretender arruinar sus sagradas costumbres.

Las tradiciones y costumbres humanas precisan una coherente evolución. Con estos primitivismos demostramos que no estamos listos para ninguna clase de futuro agradable. Dominar las tecnologías no es garantía de progreso. También tenemos mucho que mejorar como especie. De momento, somos la peor y más dañina que se conoce, según los más prestigiosos científicos.

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